El encaje negro apenas cubría su piel, pero no era un adorno inocente: era una trampa. Las perlas, incrustadas entre la tela, rozaban cada pliegue con precisión calculada. Se movió despacio, provocando un chasquido suave del hilo tensado contra las cuentas, como si todo su cuerpo vibrara con la intención de someter.
Se sentó en el borde de la cama, cruzando las piernas con calma, dejando ver apenas el brillo húmedo que se escapaba entre la lencería. Su voz era firme, cortante:
—Si quieres acercarte, será bajo mis reglas.
La mirada encendida no dejaba espacio a dudas. Con un gesto, ordenaba, y con otro, castigaba. Cada perla era un recordatorio de que el placer estaba en sus manos, y que solo lo concedería cuando se le rindieran por completo.
Las cintas, los lazos, la transparencia: todo en ella era un símbolo de poder erótico. No era ella quien se ofrecía… era quien decidía cuándo y cómo alguien sería digno de ellas